DÍAS DE LA COSECHA | Exposición de fotografía – Delio Aparicio

Portada de la exposición Días de la Cosecha de Delio Aparicio. Fotografía del Cerro de Tusa en Antioquia, presentada en el II Festival de Fotografía de Medellín.

Lo que aquí ves es una versión digital de la instalación ‘Días de la cosecha’. La pieza original se presentó en la Biblioteca Pública Piloto, donde el mapa, los hilos y los testimonios ocuparon un muro entero. Aquí puedes recorrer esa experiencia en otra forma.

Detalle de la instalación Días de la cosecha de Delio Aparicio: mapa de Antioquia intervenido con hilos rojos y una cita manuscrita sobre fotografía y suerte.

PRESENTACIÓN

El pequeño caficultor colombiano —aquel que cultiva menos de cinco hectáreas; nueve de cada diez en el país— apenas mantiene la cabeza fuera del agua. A veces, cuando la marea sube, solo asoma la nariz. Aguanta en puntas de pies, con el agua chisporroteando por  su respiración entrecortada.

 

¿Tomar la cámara y salir a denunciar? ¿Retratar cómo la riqueza se queda en manos de intermediarios, exportadores, cafés boutique de plazas europeas y specialty coffee shops norteamericanas? ¿Mostrar las jornadas extenuantes, los bajos salarios, la poca movilidad social del campesino, la dependencia abrumadora de agroquímicos de altos precios? ¿Contar que aquí, donde se produce uno de los mejores cafés suaves del mundo, el buen grano se exporta y nosotros tomamos un destapacañerias?
(Porque, valga decirlo, los colombianos promedio no tenemos la menor idea de lo que es un café suave y bueno).

 

Pero decidí coger otro camino. Cambiar el eje, virar la mirada.

 

Sin negar la injusticia —porque esa es otra tendencia en el mundo del café: embellecer y falsificar—, quise mostrar el cuidado y la riqueza. Enseñar a distinguir, disfrutar y valorar el buen café. Para que se goce. Para que haya quien esté dispuesto a pagarlo. Para que se quede aquí. Y para que el dinero llegue al campesino y no se pierda en la cadena.

Desde hace un año trabajo en lo que he llamado un Atlas de los cafés especiales de Antioquia: una obra divulgativa, profunda y al mismo tiempo accesible, entretenida y cuidada hasta el último margen. Reúne paisajes, entrevistas, técnicas para saborear y preparar el café, para entenderlo por dentro, y una guía para saber dónde tomárselo. 

 

No es —al menos en apariencia— un proyecto de Fotografía Documental con mayúsculas. Pero en el ir y venir por la caficultura antioqueña, he captado también el pulso de este mundo: en los tajos de montaña con el grano maduro, en las cocinas, los bares, las chivas, los caminos de herradura. Eso es lo que traigo hoy: imágenes nacidas de la curiosidad, la observación y la cercanía durante la construcción del Atlas. Tal vez no acaben en sus páginas, pero son parte del recorrido.

 

Pasen. Este viaje también es suyo

Si Gustave Courbet, Jean-François Millet, Vincent, hubieran recorrido los territorio antioqueños, ¿qué motivos habrían elegido para pintar?

Hoy voy a ver la recolección de un café aquí en Ciudad Bolívar. Voy a concentrarme en estos tres mantras: 

Primero: Que las personas no sepan que están siendo fotografiadas

Segundo: Estar cerca, máximo a uno o dos metros del sujeto (como ordena Sr. R. Capa)

Tercero: Capturar contenido humano


¡Ahh y un cuarto!: fotografiar solo para satisfacerme a Mí, no a los demás (como ordena Sr. J. Koudelka) 

Nadie antes reparaba en el café, excepto como cifra macroeconómica. 

Ahora el café ocupa en la cultura de algunos jóvenes el lugar del rock & roll: un espacio de expresión, incluso un territorio intensamente político y activista. Son los chicos indie del café. Pero la mayoría están en la ciudad.  Se anuncian en las redes sociales, llevan tatuajes con la molécula de la cafeína, posturas en favor del medio ambiente… Equiparan la preparación de una taza con una forma de arte.

Pero en lo rural no está ocurriendo un cambio similar. Hay excepciones poderosas (en Andes las pude ver) pero en general, en el campo, las misma viejas estructuras, las mismas injusticias.

Lo que vi en el municipio de Andes en todo caso demuestra que las cosas pueden cambiar. 

Creo que, a diferencia del pintor, el fotógrafo debe asumir que depende de la suerte. 

(Fotos que no fueron. # 944)

Una mesa de apuestas. Uno de los jugadores es un jornalero robusto que lleva  una camisa sin mangas. En su bíceps, poderoso, demoledor, lleva un tatuaje: 

una virgen,

un rosario, 

las fechas de nacimiento y muerte de Angie Paola

 

*( El administrador del garito me sugirió no intentar hacer fotos. Susurrándomelo, dijo que en fines de semana suelen bajar de las montañas jefes de los grupos armados a jugar. No creo que les gusten las cámaras)

** (Feliz cumpleaños para mí)

En el bus de regreso de Jardín a Medellín, el chico de al lado veía sonriente videos enviados por sus amigos a través de WhatsApp. Eran escenas de veladas galleras: gallos siendo vestidos con las espuelas, los careos previos a los combates, el combo de amigos celebrando con fajos de billetes, gallos mal heridos… En algunos de los videos mi compañero de silla aparecía. Todo muy bien musicalizado con reggaetón. 

Venía perdiéndole el gusto a los retratos. Es difícil sacar algo serio de ellos cuando se pide autorización para hacer la foto. Y en estos tiempos de redes sociales, a las personas les interesa, sobre todo, verse bellas. Ayer tomé uno de un recolector en una peluquería de la terminal de buses. Simplemente le hice un gesto al hombre y él me autorizó para tomar la foto. No hablamos nada. Disparé tres o cuatro veces y me despedí con un gesto de la mano. No más. 

Ahora que veo su rostro en la pantalla, me he reconciliado con el retrato. A veces me parece que tienen ese poder para transmitir una historia muy profunda en milésimas de segundos —como el iceberg del que habla Hemingway—. 

Y me parece que todo ocurre en el rostro. Que es  él el que tiene el poder de provocar aquellas intuiciones en las que, en el tiempo que dura una respiración, una novela entera pasa por tu cabeza. 

El video es como la novela, 

la fotografía como la poesía.

(Y cualquiera viene bien junto a una buena taza de café)  

(Fotos que nunca fueron # 755)

Eran más o menos las 3:00 de la tarde de un viernes. A la orilla de un camino rural un grupo de unos veinte chicos espera transporte. Había juegos de balón, conversaciones, sonrisas. Alrededor se veían maletas, maletines. 

Le pregunté al chofer quiénes eran, qué hacían allí, en mitad de la nada. Me contó que eran estudiantes de un internado y esperaban la última chiva de la tarde: en tiempos de cosecha no hay nada mejor que ir a la casa, dijo

Empezó a lloviznar. Los recolectores se cubrieron con sus impermeables hechos de bolsas plásticas de colores y continuaron con su trabajo.

Yo guardé la cámara, busqué el cafeto más frondoso y tupido que encontré, y aquí estoy, garabateando en mi libreta y escuchando el concierto de la lluvia sobre las hojas de café.

¿Eres tú  el que tomas las fotos o son ellas las que se dejan ver? 

Acéptalo: a ti la realidad solo te usa como un medio

Ayer pasé la noche en la finca de X. Había visita, y hubo una velada con licor, asados y música. Cuando vi las imágenes que tomé, me pareció que aquellas fotos no capturaban la tensión de la noche, el drama, el conflicto en el ambiente, en las palabras. Pero también tengo que decir que, a veces, me encuentro fotos que muestran mejor la profundidad de una escena que cualquier cosa que yo pudiera decir.

Con esa cámara las fotos sí deben quedar lindas.

Cada tanto me espetan de frente este disparate. 

En la finca de X hay una vieja mula pensionada. Trabajó en este cafetal por décadas. En agradecimiento, decidieron conservarla y darle un retiro tranquilo. Está siempre acostada asoleándose y se levanta solo para ir de un lado a otro buscando los rayos de sol. 

La finca –que se destaca destacada por su Borbón amarillo de 87 puntos SCA– está en una falda empinada, casi vertical, y es un sitio lluvioso, frío, con pantano permanente. Un lugar excelente para un buen café, pero debió haber sido un calvario para aquella vieja mula. Yo, sin ningún bulto de café a cuestas, he estado a punto varias veces de perder el control y despeñarme. Es apenas un justo y merecido retiro. 

Y estas son cosas que el que paga por un buen café también debería tener en cuenta.

Una mañana de domingo. El parque central de Andes estaba lleno de filas de recolectores cobrando el salario de la semana. Sentados en las mesas de las heladerías del marco de la plaza, los mayordomos de las grandes haciendas, con sus fajos de billetes y sus listados, pagaban a la gente. A eso de las 11:00, la mayoría ya había cobrado. Los garitos de apuestas despertaron. Me decidí a entrar en uno a ver si por fin podía lograr aquella foto que tanto deseaba.

Me senté en la barra y pedí un café de greca. No fui capaz con él, me paré a mear y lo tiré por el orinal. Luego pedí una cerveza. No podía dejar de pensar en aquel hombre que me había aconsejado no intentar fotos en mesas de apuestas: los fines de semana los suelen visitar gente perseguida por la ley a las que no les gustan las cámaras. Terminé la cerveza y pedí un aguardiente. Me uní al círculo que jugaba mientras me bajaba a sorbitos mi trago. Y entonces vi que todo el mundo estaba completamente absorto. El mundo podía caerse a su alrededor. Saqué la cámara disimuladamente, puse el foco al infinito y pum-pum…, dos disparos y la guardé. Todo en lo que dura un suspiro. Las manos me temblaban.

De vuelta en la barra, pedí otro aguardiente para bajar el susto. Me lo despaché de un sorbo. Salí, sonriente, a la plaza soleada. Luego me pregunté: ¿por qué esa inclinación y disposición a correr riesgos para revelar aquel mundo? ¿Por qué poner la vista ahí y no en otra parte?

Tomé camino entonces hacia las farmacias y los almacenes de electrodomésticos, donde el dinero de los fines de semana también sube la tensión…

“Yo nunca había visto a nadie reaccionar tan rápida y ostensiblemente al café. Era probable que ni el coñac lo hubiese ayudado más, ni una botella de oxígeno, ni una transfusión de sangre”                                                                          Joseph Mitchell –El secreto de Joe Gould 

Fotografiar es como meditar. Hay que tratar de olvidarse de uno mismo para dirigir los ojos, la mente y, en especial, las emociones, hacia las cosas externas. Observar los pensamientos y dejarlos pasar para no distraerse, volver siempre al flujo de la vida allá afuera. Y, al igual que un largo período de meditación, cansa. 

Estuve todo el día deambulando de aquí para allá por Andes. Salí del hotel a la madrugada, a la hora en que se abren las carnicerías, para ver al pueblo despertar. Luego fui al mercado, a la terminal de buses, los comedores populares, viajé en el techo de una chiva bajo la lluvia… Al final del día estaba licuado. 

Entré a Cabresto Coffee arrastrando los pies  Pedí un filtrado en V60. Era un Chiroso de Luis Eduardo Urrego, un caficultor que conocí en Urrao. Un café de la estratósfera. Guardé la cámara, cerré bien el bolso, saqué los audífonos y puse a sonar  I Put a Spell on You en la versión de Screaming Jay Hawkins… 

Salí a caminar con una sonrisa en la cara, preguntándome en qué momento había caído bajo este hechizo de amor y a este nivel …

En la finca de X me sirvieron una taza de un Castillo que estaba de dioses. También había un delicioso aroma a leña en la piel de las personas. 

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