Un Púgil con buena fortuna

Un púgil con buena fortuna

Don Gumersindo, el encargado ahora del gallo, es un campesino bonachón y apacible dedicado al cultivo de la caña y a la producción de panela en Chaparral, Tolima. No tiene la sangre del apostador en riñas de gallos. Una tarde un gallero que atravesaba por una urgencia económica le pidió que le recibiera el pollo como prenda de empeño. El hombre juró que con 6 peleas ganadas (una proeza en aquel mundo de combates a muerte), y ninguna lesión qué lamentar, ese animal era una mina de oro. Que era tan, tan buen guerrero que más temprano que tarde pasaría a devolverle su dinero para recuperarlo. Y que como muestra de agradecimiento le daría parte de las ganancias que hiciera en su primera pelea después del empeño. Don gumer le creyó y le aflojó la plata.

Cuando me contó la historia se me vino a la memoria una escena que vi en una gallera al noroccidente de Bogotá. Era ya pasada la medianoche, cuando se dan lugar las riñas más importantes. Una hora en la que el calibre de las apuestas ya produce vértigo. Un gallo tuerto (había perdido un ojo en un combate previo) se batía en la arena. En un cruce su rival pinchó en el ojo bueno, dejándolo completamente a ciegas. Cansado, mal herido, sin poder ver a su verdugo, el animal ahora sólo esperaba sentado los ataques del adversario. Parecía simplemente ya una cuestión de tiempo. Consciente de que su contrincante ya no veía, el virtual ganador se tomaba su tiempo buscando el ángulo desde donde propinar la estocada final. Lanzaba un ataque, se daba una vuelta, luego otro, pero el gallo ciego no moría. 

En una de esas embestidas, cuando el gallo herido sintió que el rival lo halaba del pescuezo, aleteó con las últimas fuerzas que le quedaban y pinchó con ambas espuelas en la pechuga. Alguna debió haber dado directo al corazón. El favorito cayó muerto en el instante, no se le alcanzó a ver ni una sola escaramuza. En medio de la gritería por este desenlace, el dueño entró en la arena y recogió su gallo agonizante. Lo llevó al baño del lugar. Como si estuviera dándole respiración boca a boca, aspiraba del pico para extraer la sangre en los pulmones de púgil y la escupía en el orinal. Cuando ya no salió más, lo lavó con abundante agua. Luego el gallero orinó y con sus propios meados frotó al gallo en el cuello y la cabeza (una creencia según la cual la orina detiene la hemorragia). Lo metió con delicadeza en su guacal, cobró sus ganancias y se lo llevó en un taxi a toda prisa.

Ante tanto coraje de ese gallo, y aunque no volvería a pelear, se veía el ansia de ese hombre por conservar al animal. Nada tenía que ver el agradecimiento o el respeto. Lo que lleva en la mente el gallero es que de llegar a sanar de las heridas, lo cruzará con las mejores gallinas del corral para hacerse a una prole de esa misma valentía. Porque ese brío, esa rabia, es algo que hereda, va en la sangre y no lo alcanza ninguna alimentación o ningún entrenamiento.  

En la finca panelera de Gumersindo el tiempo pasa y el gallero no ha vuelto. Apegado a la promesa de que le darán parte de las ganancias de su próxima pelea, don gumer trata al gallo como el campeón que le dijeron que era. Lo mantiene como único macho en medio de 20 gallinas. Le da su buena comida. Y lo deja a dormir en el corredor de la casa, para que cuando el dueño vuelva lo encuentre en óptimas condiciones para el combate.   

Chaparral, Tolima, mayo, 2019.

 

 

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