UNA FAENA DE PESCA DE ALTURA

Una faena de

pesca de altura

La pesca artesanal en Tumaco con el viento en contra

 

Reflexionamos sobre el esfuerzo

que nos trajo este alimento.

Consideramos cómo

llega hasta nosotros.

Reflexionamos sobre nuestra ética

y práctica.

Si somos o no merecedores

de esta ofrenda.

               

Cantos del budismo zen

para la hora de las comidas

1

-Luis, llévame de pesca… 

Era agosto o septiembre y Luis me contestó que no era la época adecuada. Por esos días los pescadores de altura persiguen esquivas merluzas o corvinas con unos 2 mil anzuelos a más de 130 brazas de profundidad (230 metros). Hacen viajes de más de una semana en los que en ocasiones pueden llegar con las manos casi vacías. Un novicio como yo podría enfermarse (el agua, la alimentación, el mal de las mareas…) obligándolos a tener que regresar y perder el combustible y la inversión. Me dijo que esperara por diciembre que llegaba la época del pez dorado y la albacora, un tiempo menos cruel, en el que hacen viajes más cortos, el mar es más compasivo y la pesca también más favorable.

Pasaron las fiestas de fin de año y nunca llamó.

Ya había perdido las esperanzas cuando en febrero Luis me buscó. Me dijo que por fin habían asomado los dorados (¡los tiempos están cambiando!). Que tenía planeado un viaje de sólo cuatro o cinco días, viable como para un novato, y que si yo seguía interesado y si estaba seguro de querer acompañarlos…

Bote de 'Pesca de altura' de diseño y construcción local. Tumaco, Nariño.

 

Tumaco es, ante todo, un pueblo de pescadores (aunque el narco y los grupos armados sean quienes se roban toda la atención). La pesca es la actividad nuclear de la comunidad. Lo ves en los vendedores de cangrejo en las carreteras, los chicos con uniforme de colegio tirando sus anzuelos en los puentes, los trasmallos secándose en los pórticos, las estaciones de gasolina flotantes, las canoas apeñuscadas en los fondeaderos, los talleres de reparación de motores fuera de borda, las ventas de hielo, los bares con olor a sudor y a sal marina, los restaurantes con sus platos de jaiba encocada, pargo frito, corvina, arroz marinero, carapacho de cangrejo…

Hay varios tipos de pescadores en la isla. Están los concheros, dedicados a escarbar los manglares en busca de moluscos, una actividad en la que se rebuscan hombres, mujeres y también niños. Otros son los que van en canoas barriendo las costas con trasmallos o chinchorros para atrapar camarón, jaiba, pargo, corvina. A estos les llaman changueros, trabajan en cuadrillas de hasta 20 pescadores. Están también los enormes boliches, unos barcos de pesca industrial, en su mayoría ecuatorianos, en los que un equipo de marinos locales opera mallas enormes con ayuda de motores y grúas mecánicas. Y, por último, los pescadores de altura. Los no va más de la pesca local. El ideal del más diestro, intrépido y duro pescador artesanal del Pacífico.

 

La víspera a la salida de faena el capitán hace algunas reparaciones a la bomba de achique del motor diésel (extraído de una camioneta) que él mismo adaptó al bote. Estos injertos son la manera de librarse de los piratas atraídos por los motores fuera de borda.

 

Levantan el ancla, se internan a cien o ciento cincuenta millas de la costa (diez y hasta 15 horas de viaje), pasan días a la deriva buscando los cardúmenes y vuelven; todo sin mayor ayuda de instrumentos de navegación. Si es posible (lo que quiere decir mientras el motor responda) trabajan todo el año.

Lo de ellos es pesca ruda y exquisita: pez espada, corvina, atún, marlín…

No llevan un kit de primeros auxilios, ni radio de comunicación instalado, ni salvavidas, ni bengalas. No hay un Plan B en caso de un fallo en la máquina. Son ellos solos, y mal abastecidos, desafiando el implacable mar. Cuando uno de estos botes se reporta perdido o en problemas, a nadie se le ocurre pedir ayuda a la guardia costera, interesada en esta región sólo en atajar al narcotráfico.

No tienen seguro, cuenta de ahorros, pensión ni horario…

Por esto y por muchas otras razones, y aunque no son los que ganan más dinero, a los pescadores de altura se le rinde una pleitesía especial por sobre el resto: 

-‘Mira, ahí va fulano, pescador de altura’.

 

En época de dorados no se madruga el día de la salida. La idea es zarpar un poco tarde, viajar unas seis u ocho horas y alcanzar el punto de pesca de carnada sólo cuando ya se haya hecho de noche. Por eso apenas al medio día es que los botes empiezan a llegar a los negocios de venta de hielo para aprovisionarse. Este hielo se guarda en cavas que se usan para conservar fresca la pesca.

Existe una primitiva y arraigada norma en cuanto a la repartición de gastos y ganancias en un bote de pesca de altura. Si conseguiste una vacante en uno de ellos ya sabes que no hay nada qué negociar, es una fórmula que ya es una institución de la cultura. La emplearon los antepasados y la usan hoy las aproximadamente 300 embarcaciones que practican este tipo de pesca en Tumaco. Tiene poco de capricho y algo de sabiduría.

Al llegar a tierra, de la venta bruta se extrae ‘la base’, es decir los gastos para poder hacer un siguiente viaje. Esto es:

i. Carnada. Normalmente unos 150 Kg de patiseca que pueden costar unos 120 USD. Este gasto desaparece en la época de pesca de dorados en los que la captura de la carnada hace parte del itinerario.

ii. Hielo para preservar el pescado en la bodega. 25 barras que cuestan unos 78 USD.

iii. Víveres. Entre 100 ó 130 USD para un equipo de 5 pescadores. Básicamente mercado fresco. Nada de enlatados, paquetes o comidas preparadas. Está prohibido el alcohol y las drogas a bordo.

iv. Combustible. 90 galones. Varía el precio si se trata de ACPM o gasolina. Va de unos 200 a 250 USD.

Lo que queda es la ganancia que se asigna así:  50% para el dueño del bote y 50% para repartir en partes iguales entre la tripulación. No se hace ninguna distinción de cargos o funciones. El capitán y el cocinero se llevan a casa el mismo pedazo del pastel.

Las últimas horas de luz se emplean en preparar los pequeños anzuelos con los que atrapan los peces que usan como carnada. Les confeccionan unos insectos ficticios con fibras de lana.

 

A lo largo del viaje no hay nada de juegos de cartas, dominó o lectura de libros. El tiempo lo dedican concienzudamente a preparar y tener a punto todo el equipo. Muy en silencio revisan las boyas, remiendan el espinel, reemplazan los anzuelos perdidos en la última faena (siempre hay peces corpulentos que logran escapar con ellos), revisan nudos. Cada pescador alista su ajuar de trabajo. El overol, el pasamontaña, el cuchillo… Es un recorrido en el que se vive un ambiente de preparación que hace pensar en un púgil antes de subir al ring o en una milicia en la víspera a una batalla.

Por tratarse de un día de viaje, después del almuerzo la tripulación se entrega a una buena siesta con el bote avanzando siempre en línea recta con el sol de la tarde en la proa.

 

Preparando los pequeños anzuelos para atrapar ojones.

Esperando la caída del sol para iniciar la pesca de carnada.

 

Van con el sueño de traerse el bote a punto de naufragar por el peso de la pesca en la bodega, pero hay un pequeño pececillo que se interpone. Les llaman ojones y son la carnada predilecta del pez dorado y los atunes. La pesca de ojones obliga al trabajo nocturno ya que sólo sale en la noche. No pica cuando hay luz de luna y cada año se viene haciendo más escaso. En muchas ocasiones no se llegan a conseguir los suficientes ojones y el viaje se va al traste por falta de carnada. Hay que regresar con las manos vacías, o mejor, llenas de pérdidas.

 

A la madrugada los pescadores tiraban ya sin fe los anzuelos buscando la carnada. Sólo esperaban a que el capitán asimilara el trago amargo y por fin diera la orden de ir a descansar.

 

En el deseo de todos estaba cristalino el mismo itinerario: esperar a que oscureciera y atrapar 400 ojones antes de media noche. Luego, con los ojones nadando seguros entre una cava -se necesitan vivos-, levantar el ancla y poner el motor a máxima potencia. Viajar en la oscuridad cuatro o cinco horas y, con el amanecer, tirar el aparejo. Ya luego ponerse a bromear durante el desayuno mientras en el agua los 400 anzuelos con sus carnadas hacían su tarea. Pero este es un trabajo en el que muy pocas veces las cosas salen a pedir de boca.

 

Después de 7 horas de estar buscando carnada no habían conseguido más que unos cincuenta, sesenta ojones. Una suma muy pobre como para hacer un viaje hasta la zona de la pesca pesada.  A las 3:00 a.m. el capitán finalmente ordenó parar, ir a dormir unas horas y esperar qué sensaciones les traía la luz del día.

Unos hacen la siesta y otros aprovechan la tranquilidad de la marea para hacerse una limpieza de uñas mientras llega nuevamente la noche y con ella la oportunidad de conseguir carnada.

Al día siguiente hacía un tiempo hermoso como para superar el revés de la escasez de ojones. El mar bostezaba ocioso, las nubles eran blancas y obesas como algodones y el sol brillaba con potencia en el horizonte. Te provocaba bajar del bote y salir a pasear sobre el océano que era como un mármol azul marino. Ningún rastro en el agua del basurero de Tumaco. Todo esto contribuyó a subir el ánimo de modo que resolvieron que esperarían sin moverse a que llegara la noche para intentar atrapar los 300 ojones que faltaban. No obstante, el fantasma de perder la base estaba allí, disfrutando él también de la magnificencia del día. 

Por muchas razones una cuadrilla de pesca de altura puede perder la base o el capital para salir a trabajar. Porque uno de los miembros de la tripulación enferma en altamar y es vital regresar con las bodegas vacías. Porque el delicado equilibrio del motor se lastima. Porque no dan con la suficiente carnada, o porque después de cinco o seis días trabajando sin dormir resulta que la pesca no alcanza para cubrir los gastos.

No es raro ver botes resignados en la costa ya que el último viaje no dejó lo de la base. Para volver al mar a echar los anzuelos suelen acudir al sistema de crédito de las calles. Dinero que se presta sin fiadores, sin esperas, sin estudios de crédito. Las tasas de usura varían entre el 10 y el 40 por ciento según la suma, el prestamista, el solicitante, el plazo de pago. Es la agria vía a la que recurren no sólo pescadores, también agricultores, el vendedor ambulante de plátano, la chica del salón de belleza y hasta el policía. Como muy pocos en la isla pueden llenar las formalidades de la banca legal, echan mano sin vacilar de esta abusiva plata callejera.

 

Preparando el guiso para un almuerzo de alas de pollo sudadas.

 

La cocina funciona en la popa. Consta de un cilindro de gas, un recipiente de plástico dónde se guarda la vajilla y un cajón de madera con tapa en el que hay dos hornillas. Lo de la tapa del cajón de cocinar es vital porque hay galones repletos de combustible por todo el bote. Lo que está al fogón siempre debe ir más o menos cubierto dentro del cajón. De tanto en tanto el cocinero descorre la tapa para ver cómo van los patacones o el arroz con coco. El piso hace las veces del mesón. Dada la incomodidad, podría pensarse que las comidas se resuelven con platos elementales, di tú un arroz con huevo, un atún enlatado o comida de paquete; pero no. Ya sea en medio de una tormenta o con el bote bamboleándose en un mar picado, el cocinero equilibrista trabaja siempre en alguna receta de cocina local, algo que requiere un cierto grado de elaboración. Arroces marineros, pescados apanados, mariscos, conchas en aliños…

Al abordar el pescador es capaz de dejar mujeres, hijos, amigos, la cama, el dominó, las adicciones, la calle…, todo menos la comida. Es un asunto del paladar y también de un obstinado apego a las tradiciones.

 

El tiempo libre se invierte en hablar. Cuentan, exageran, fabrican anécdotas de amores.

 

El día de descanso forzado lo pasaron la mayor parte del tiempo durmiendo y conversando. No dijeron ni una sola palabra de política, deportes o religión. Hablaron un poco de las deudas, de las cosas que quisieran comprarse algún día, de motocicletas y, sobre todo, de mujeres. Contaban intrigas poco verosímiles de ligues y juergas y amoríos. Y evocaban un corrillo ruidoso de adolescentes haciendo el papel de don juanes de cuero duro. El capitán aprovechó para reparar una manguera que estaba dejando escapar el combustible del motor y estuvo la mayor parte del tiempo muy callado, con un gesto perpetuo de intranquilidad. Enviaba una señal que decía que mientras no hubiera carnada, no estaba de acuerdo con andar de mofa.

 

Una vez que completaron la carnada, sin importar la tormenta y sin esperas, pusieron el bote en dirección de la coordenada de pesca. Le meta, llegar antes de la salida del sol.

 

Un par de horas tirando los anzuelos y la misma desgraciada escasez de ojones de la noche anterior. Como estos peces poseen esos ojos tan enormes, los pescadores creen que les fastidia la luz en noches alumbradas. Así que parte de la culpa era de la luna que brillaba con demasiada fuerza en el creciente. Uno a uno los muchachos fueron colocando su mejor cara de derrota y el fantasma del regreso con la embarcación desocupada se pavoneaba con propiedad por todo el bote. 

Rayando la media noche el clima cambió. La nave se estrujaba con olas que la golpeaban en todas las direcciones. Los goterones de lluvia hacían orificios profundos en el agua. Era una buena tormenta que llegaba, quién lo pensara, a echarles una mano. Nubes densas oscurecieron el panorama y entonces por fin se dejaron venir los ojones en abundancia. Cada vez que alguien atrapaba uno, lo arrancaba del anzuelo, lo tiraba a nadar en una cava con el resto y gritaba en voz alta el número en su cuenta personal. Un miembro del grupo iba encargado de llevar mentalmente la sumatoria. Cuando la carnada estuvo completa el capitán dio un viro al timón y puso la máquina a su máximo…

 

Luis, el capitán de la embarcación, dirigiendo el bote hacia la posición que ha escogido para hacer el lance.

 

Cada capitán posee lo que llaman un ‘libro de coordenadas’ o un ‘libro de posiciones’. En muchos casos son viejas libretas descuadernadas donde archivan la ubicación de bancos de peces. A veces se trata simplemente de apuntes en una tirilla del supermercado o en el cartón de las píldoras para la tensión arterial. Estas coordenadas se adquieren sólo a través de décadas de deambular por los mares. Ningún capitán las comparte, son datos secretos, guardados con celo (a veces escritos en clave) y mal conservados en esos deshilachados librillos. Aunque confían en sus anotaciones, siempre la decisión de en qué punto lanzar el espinel es una lotería, un juego de azar.

 

Luis, el capitán, en su cabina de mando.

Su padre era un pescador. Una mañana pescaba lisas con dinamita. Tiró el taco, esperó la explosión y luego se lanzó a bucear para sacar el producido. Un tiburón, ellos le llaman ‘una fiera’, también pescaba y se encontraron. El hombre recibió una mordida mortal en la femoral. Luis tenía doce años y era el mayor de cuatro hermanos. A partir de ese momento pasaba él a ser el sostén de la casa. Dejó la escuela -para él fue un gustazo- y con algunos ahorros su madre le compró su primer equipo de pesca: una canoa, una vela, un remo y un espinel. Y desde entonces nunca ha dejado de espulgar el mar. Su libro de coordenadas atesora más de 50 años de andanzas y contiene posiciones desde Esmeralda en el Ecuador, hasta el norte, en Bahía Cúpica, frontera con Panamá.

2

Los trescientos y punta anzuelos del espinel. 

Un ojón a punto de ser lanzado. El uso de carnada viva es una característica particular de la pesca de dorados.

La temporada de pesca de dorados va de diciembre a mayo. Es la mejor época del año para los pescadores de altura. Un tiempo apto para ahorrar con miras a los crueles meses que siguen, pero ese es un concepto esquivo en el hábitat de estos marinos.

Para esta época venturosa archivan los anzuelos de profundidad y los cambian por un espinel boyado. Eso es un cordel central del que cuelgan a intervalos regulares líneas con anzuelos y que es sostenido en la superficie por una especie de boyas, que en este caso son recipientes plásticos de aceite para motor. El espinel de estos pescadores puede tener de 8 a 10 millas de longitud (12 a 16 kilómetros) y suspender entre 300 y 500 anzuelos.

Después de unas cuatro horas de viaje en medio de la noche, el capitán detuvo la nave, encendió las luminarias y anunció que habíamos llegado a la coordenada para el lance. Apenas empezaba a clarear. Los muchachos se desperezaron, se acomodaron los impermeables, los pasamontañas y se dirigieron a la proa. Llovía y el oleaje se iba haciendo cada vez más vigoroso.

Lanzando el espinel al amanecer en medio de una tormenta.

 

Adelante un equipo de tres va haciendo el lanzamiento. Es una labor que demanda buena sincronía. Alguien va liberando por un lado la línea madre y por el otro los anzuelos para evitar que se enreden. Otro anuda las boyas, y el último ensarta la carnada viva en el anzuelo y lo arroja de manera que al entrar al agua el aparejo guarde la figura.

En el timón el capitán acelera lento y con maña conforme a como se desenvuelven las cosas en la proa. En la parte posterior se guisa el desayuno. El cocinero, que no pierde el ojo a lo que van haciendo sus compañeros, cada tanto abandona el fogón unos instantes para anexar un banderín negro. Esta señal servirá para ubicar luego el espinel ya que quedará libre por unas horas a merced de las mareas.

Todos van muy en silencio excepto cuando alguna pieza del engranaje se salta. Entonces hay gritos, se hacen los ajustes con rapidez y la coreografía continúa. Así por unas tres o cuatro horas hasta que el cordel y los ganchos reposan, asechando, en el agua.

De vez en cuando delfines nadan junto al bote. Se asoman para ver a los pescadores y son lo suficientemente astutos para interpretar toda la escena. Aprovechan parar llevarse unas cuantas carnadas sin morder los ganchos.

 

Los hombres tiran el espinel en medio de la tormenta. A un costado los ojones muertos que son descartados, sólo usarán los que resisten vivos en la pequeña cava con agua.

3

La longitud del espinel es de unas 8 millas (12 kilómetros). Las boyas de colores que van atadas al cordel principal para que sobrenade no son suficientes para ubicarlo al momento de recoger. Para eso se valen de unos improvisados banderines hechos con bolsas de basura negra los cuales se adhieren a la línea aproximadamente cada kilómetro. 

 

Augusto ha retornado al mar hace poco. Con sus años esperaba no tener que estar ahí, pero acontecimientos cambiaron sus planes. Suma ya unos diez o doce viajes desde que tuvo que regresar al frente. Había logrado hacerse propietario de un bote y de esta manera dejado atrás los duros días de faenas, los arpones, la sangre, los cuchillos… Se encargaba sólo de fletar su embarcación antes de partir y luego era cuestión de esperar a que llegara para negociar y vender el producido.

Un día su bote no llegó. Cuando lo hallaron, después de días a la deriva, encontraron toda la tripulación muerta. Habían sido víctimas de piratas iban tras los dos motores fuera de borda. No lo dice, pero se sabe, estos motores hurtados tienen una gran demanda para equipar las lanchas del narcotráfico. Se obtienen baratos y, más importante, si la embarcación resulta interceptada no habrá manera de rastrear al dueño porque los motores provienen del mercado negro del robado. En lugar de tratar de equipar su embarcación de nuevo, desilusionado Augusto ha optado por volver a la base de la pirámide. Eso sí, para embarcarse ha escogido una nave con un lento motor diésel bien atornillado a la quilla.

 

Augusto espera con el arpón a un marlín que aún lucha en el agua.

Recogiendo el espinel. Cuando al tirar de la línea se siente que algo ha mordido, todos tienen afán de saber si es liviano o si se trata de una presa robusta. Si ya está muerta o si habrá que entrar a liquidarla...

 

Los trescientos y punta de anzuelos peregrinan a sus anchas llevados por las corrientes del mar. Los marineros mientras tanto desayunan. En el menú hay caldo de cabezas de pescado, rodajas de tomate y cebolla roja aderezados con limón, y generosas porciones de arroz y plátano verde sancochado. Es una ración pensada para un pelotón que no sabe cuándo el combate le permitirá la próxima comida.

Escupen las espinas al mar y cada uno lava su plato con el agua salada, la poca agua dulce se reserva para beber y la cocina. Entonces el motor se acelera para ir en busca del primer banderín del espinel y empezar a revisar anzuelo por anzuelo. Armados con porras, cuchillos, arpones, sueñan con una jornada de mucho jaleo. Piensan en todo lo que podrán resolver, pagar, hacer y deshacer con el dinero de una buena pesca.

 

 

William es mudo de nacimiento. No lee. No escribe. Educación y crianza a cargo de la calle. En el bote no es imprescindible pero casi. Repara daños en el espinel, reemplaza anzuelos y boyas estropeadas, cocina, en las madrugadas releva al capitán en el timón, lava, destripa…

Si el viaje deja ganancias, al llegar a tierra se internará en los garitos para acabar en un santiamén con su parte del botín. Si no hay problemas con el viejo motor, en un par de días estará feliz de poder regresar al mar, subirá al bote sonriente a pesar de la resaca. El viaje lo aprovechará para tomar las tres comidas del día, dormir algo por el camino y recuperar las fuerzas para la faena.

 

William en la popa, junto al cajón de la estufa y la pipeta de gas.

 

Después de siete u ocho horas halando, matando, arrancando entrañas, por fin el espinel estuvo totalmente recogido. Tomaron el almuerzo ya finalizando la tarde, se limpiaron la sangre y se pusieron algo de ropa seca. No había sido una mala pesca, pero más de la mitad de la bodega continuaba vacía. Como aún quedaba algo de comida, combustible y agua, sin dudarlo se pusieron en marcha nuevamente hacia la zona de pesca de carnada, a unas 30 millas (cuatro horas de viaje). Llegaron tipo 9:00 de la noche, recolectaron los 400 ojones y antes de que saliera el sol estaban en una nueva coordenada lanzando otra vez el espinel al agua. Y así, durante tres días sin descanso, mientras el combustible y los víveres lo permitieron. Entre lance y lance, la pasaban remendando las líneas, supliendo anzuelos perdidos, lavando, acomodando los pescados entre hielo en la bodega…

 

 

En el pasado el de pescador era un oficio que se transmitía con orgullo de padres a hijos. Desde muy temprano los niños empezaban a acompañar a los mayores a las faenas para ir aprendiendo los secretos del oficio. Ya no. Aunque la mayoría lleva con dignidad la pesca de altura, ahora nadie quiere heredarle a los hijos esa vida. La razón principal es que cada vez se hace más difícil obtener el sustento del mar. A Luis y Augusto, que tienen hijos ya mayores, les tranquiliza saber que ninguno siguió sus pasos.

 

Milton, con veintiséis, es el más joven de la tripulación. Está a punto de tener su tercer hijo. Como lo de la pesca no le alcanza, en los días libres trabaja como moto taxista en Tumaco. No le gustaría que el hijo que viene en camino se enamorara de ese trabajo.

 

El rendimiento decreciente de la pesca ha hecho que esta actividad deje de ser prometedora y atractiva para los chicos, que cada vez les interesa menos esa vida.  Y los pescadores que están jóvenes, por su destreza para navegar y su descontento con la rentabilidad de su ocupación, los convierte en personal apetecido por los narcos. Se les recluta para conducir lanchas rápidas o sumergibles cargados con cocaína hasta Panamá, Honduras, México… Con las ganancias sueñan poder mejorar la fachada de sus casas, construirle una buena cocina a la mamá, enchapar los baños o montar un negocio que les permita llevar una vida más holgada.

 

Yorli tiene 34 años, cuatro hijos. Fue capturado en una embarcación con narcóticos con destino a Centroamérica. Al salir de la cárcel decidió que regresaría a la pesca de altura.

 

A las 2:00 de la tarde del cuarto día de pesca por fin habían terminado. Era tiempo de volver. Tumaco estaba a unas once o doce horas, pero esperaron a que cayera la tarde para iniciar el viaje. Esto con el fin de llegar a puerto pasada la medianoche y hacer la venta aún en la oscuridad de la madrugada. Así es como esquivan extorsionistas de bandas o grupos armados que suelen aparecerse a pretender parte de las ganancias. Mientras llegaba la hora de retornar tuvieron tiempo para limpiar, lavar, acomodar bodegas, por fin darse un baño con las últimas sobras de agua dulce.   

Al llegar a tierra no se encontrarán con ningún servicio oficial de monitoreo, ni de control o vigilancia de la pesca. No existe en Tumaco ninguna política, ni soporte o ayuda de ningún tipo para el pescador. Todo transcurre en la total informalidad y ausencia estatal. Tampoco hay asociaciones locales o cooperativas de pescadores que ayuden regular esta actividad.

 

El bote ya limpio y organizado esperado la hora para iniciar el regreso.

4

El bote entra en la madrugada a Tumaco para iniciar la venta de la carga.

 

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el cambio climático, la contaminación y, especialmente la sobreexplotación debido a la pesca industrial, han diezmado los recursos pesqueros por encima de los niveles de sostenibilidad biológica. Sus datos afirman que casi hemos vaciado el mar con prácticas de pesca insostenibles. El problema no es de algunas partes del planeta. Advierte la FAO que las consecuencias se experimentan a nivel global y ponen en peligro el bienestar y la subsistencia de miles de pescadores artesanales, especialmente en países en vía de desarrollo. Colombia no es la excepción.

La pesca artesanal, independiente, de baja escala, vive en Tumaco una crisis sin precedentes. Los pescadores de altura han visto cómo año tras año es más difícil hacerse a una vida decente con su trabajo. Cada vez hacen viajes más largos, invierten más dinero y obtienen menores ingresos. Todos viven esta angustia, pero nadie reconoce, ni nombra, ni aborda concretamente el problema. Ninguna entidad o institución se ha aparecido para tratar de comprender qué es lo que pasa. Los malos resultados simplemente se atribuyen a la falta de suerte, al destino o la voluntad divina… y la respuesta es ir más lejos, hacer jornadas de trabajo más extenuantes, con más gastos. Pero realmente están luchando, sin que nadie les dé una mano, contra un océano que está cada vez más vacío.

La paradoja es que la pesca artesanal es precisamente la mejor respuesta que tenemos al problema de sobrexplotación y a las malas prácticas pesqueras, pero si continúan así las cosas, los pescadores artesanales se nos irán acabando.

El comprador pesando la carga.
Depositando los dorados en la bodega del comerciante para su transporte hacia el Ecuador.

 

Esta faena de 5 días, en la que es la mejor temporada del año, produjo unos mil kilos de pescado. Una cifra que sería buena si se mantuviera a lo largo del año. Pero lo que está sucediendo es que la mayor parte del tiempo bregan para poder sostenerse entre los cuatrocientos o quinientos kilos por viaje, que es el límite donde empiezan las pérdidas. Todo depende también del inestable valor de la pesca en el mercado, del precio de los alimentos y del combustible.

Casi la totalidad de la producción de la pesca de altura no se lleva al mercado local, le interesa es a negociantes que la sacan del país para convertirla en mercancía de exportación.

 

 

La falta de infraestructura y la inseguridad hacen imposible exportar este pescado desde Tumaco. Los comerciantes aprovechan para comprarlo sin ninguna regulación y lo llevan hasta Esmeralda, Ecuador, donde es posible comercializarlo con destino Quito, Lima, Santiago, Asia… Las mejores ganancias se quedan en manos de estos intermediarios. Para apenas sobreaguar, el pescador artesanal necesitará lanzarse lo antes posible otra vez a 80 o más millas de la costa a un viaje como el que ya tú conoces. 

 

Augusto observa a sus compañeros terminar de pesar y entregar la pesca que lograron.

 

FIN

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